miércoles, 8 de agosto de 2018

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Aunque parezca mentira, una de las cosas más difíciles fue el tema de la pileta. No sólo en lo que tiene de obvio -la construcción sobre un terreno esquivo y de indescifrables resistencias-, sino también su uso por parte de los visitantes. Una pileta en el espacio. Nado interestelar. Se supone que uno debe flotar, dijo con el entrecejo fruncido un niño de diez años, uno de los primeros huéspedes-testigos. Era cierto... ¿cómo dar la sensación de ingravidez en un lugar cuya esencia misma era la ingravidez? En este territorio somos enemigos de los flota-flota. 

La pileta tampoco podía ser un mero refresco térmico del cuerpo, dado que las cámaras y habitaciones ya estaban en temperaturas ideales. En definitiva, toda la idea de "salir a la piscina" perdía sustento. No había nadie acalorado. Ningún hombre obeso de mediana edad, transpirado, apurado por ponerse a la sombra o al resguardo de los rayos solares. Perdía sentido también el concepto general de alojamiento vacacional. ¿Qué se supone que hagamos en nuestro tiempo libre? ¿Ponernos a escribir? ¿Reflexionar? ¿Trabajar? Nadie quiere hacer eso. 

Sin embargo, la pileta aparecía allí, en todas las publicidades. Agua celeste, eléctrica, contrastando con el azul negro. Como en cualquier hotel seis estrellas y media. Publicitada de manera etérea, junto a las imágenes de platos de sushi, recepcionistas con narices operadas, hombres y mujeres jóvenes sonriendo, una pileta que no existía.

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