El software de
implantación de recuerdos estaba vencido. Lo había traído un amigo desde China,
clandestinamente. Era un programa viejo que tomaba más tiempo del común
procesando toda la información y creando los algoritmos necesarios para que el
cerebro considere asimilable los hechos ficticios. Las consecuencias
neurológicas eran inciertas. Podías volverte loco.
Tomarme ese riesgo... Yo
no era una excepción. En una época de superabundancia robótica y mercado
laboral en ruinas, la implantación de recuerdos era la salida para reemplazar
una vida de sufrimiento por una exitosa. Aunque el presente fuera calamitoso,
siempre había una posibilidad para justificar el mal, como una lluvia
inesperada. Era menos costoso que ser un triunfador de verdad. Y más rápido.
Fueron pocos los años necesarios para que los dueños del sistema mundial se
dieran cuenta de que esta tecnología debía estar al alcance de la mano de las
personas comunes, con vidas ordinarias y sacrificadas. Era la mejor manera de
darles algo que perder, sin verdaderamente darles nada.
Y allí tenía yo mi hermoso
somnífero, la clave para recrear una vida perfecta, aunque no hubiera sucedido…
en un segundo estaría añorando aventuras, grandes obras, personas gravitantes.
Un atardecer en la ribera cálida del Sena, un amor de una noche, el perfume de
una mano que me cuidara a los 6 años. Estaba solo. Enfrente sólo una imagen
virtual, la capitana rubia de una embarcación lejana. Una navegante del espacio
que había encontrado por casualidad entre miles de rostros posibles.
En segundos debía tomar
una decisión, pero sólo podía mirar la fotografía. Los labios de Nadia eran un
pozo de agua dulce para las abejas. No te conozco. No sé qué podría decirte. Tu
cara es una catarata verde.
Contacto Iniciado. Estuve
esperando tu llamado hace meses… dijo Nadia.
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